La comida era el centro de cada ocasión especial en nuestra familia. Mi papá, siempre en su mejor momento cuando cocinaba, pasaba todos los días festivos en la cocina. La Navidad significaba una gran olla de pozole—no era tradicional, pero era su favorito, y eso era lo que más importaba. Mientras tanto, mi mamá y mi tía hacían tamales, una tradición de una vez al año que convertía la cocina en un torbellino de harina, masa y risas.

Los cumpleaños tenían su propio encanto. Mis primos y yo nos quedábamos despiertos hasta tarde, susurrando y riéndonos en la oscuridad. A la mañana siguiente, el aroma de los panqueques llenaba la casa, y mi mamá los cortaba en corazones y estrellas, haciendo que cada desayuno se sintiera como una celebración especial.

Esos pequeños momentos—los tamales, el pozole, los panqueques divertidos—eran más que comida. Eran los momentos que unían a nuestra familia, creando recuerdos que perdurarían para siempre.